martes, octubre 10, 2006

EL Alcázar de Madrid


El alcázar de Madrid.

La pareja entró en la sala. Sólo había unas cuantas personas. Confundidos, ingresaron por obligación y no por otra cosa. Sabían perfectamente qué mirar, se dirigieron rápidamente a la sala y se impresionaron cuando vieron su imagen reflejada en el espejo, sintiendo que sus corazones latían cada vez más fuerte y que sus vidas habían retrocedido en el tiempo. Se miraron mutuamente confirmando el mismo pensamiento. Ahora entendían todo.

María Agustina Sarmiento, hija del conde de Salvatierra, e Isabel Velazco, hija del conde Fuensalida, eran las dos meninas oficiales de la infanta Margarita. Lo habían sido desde que nació en Madrid, el 12 de julio de 1651. Desde entonces sus meninas y algún que otro enano, participaban de los viajes que realizaban alrededor de España. En ese momento la infanta Margarita contaba ya con 12 años, y sus padres el Rey de España Felipe IV y Mariana de Austria, habían decidió realizar una visita al alcázar de Madrid donde estaba alojado el pintor de la corte. Allí, las meninas a diferencia de la infanta, que iba de blanco, llevaban el pelo recogido e iban vestidas de oscuro de acuerdo a la época. El rostro de la infanta Margarita brillaba como si estuviese pintado, su boca chiquita y sus grandes ojos negros mostraban el carácter de la pequeña. Fue la infanta y no otro, quien insistió en ir al alcázar en compañía de su perro y amigos. Entre los ocho personajes y el perro Mastín que formaron parte de la comitiva, se encontraba Mari Bártola, la enana hidrocéfala que desde que entró al palacio fue siempre parte del sequito de la infanta, y que a pesar de su rostro deformado, era muy simpática y muy requerida en palacio. Otro que también estaba allí era el amigo personal de la infanta Margarita, el italiano Nicolasito Pertusalo, a quien le encantaba hostigar con patadas al perro mastín. Nicolasito, llegó a ser ayuda de cámara en palacio, un cargo bastante alto en ese entonces. La comitiva del rey llegó después de unos veinte minutos de viaje; los problemas que había en las calles, a raíz de la hambruna, hicieron que el viaje tardara más de lo normal. Los reyes, las dos meninas, el perro mastín, la enana, el italiano, Marcela Ulloa -la ama de llaves-, y la infanta Margarita, fueron recibidos por el guardadamas de la corte; aunque hay otras versiones que carecen de importancia que dicen que fue Don Diego Ruiz Azcona quien se encargó del recibimiento. Lo que sí se sabe con certeza es que, quien estaba también junto a su ayudante y aprendiz, era Diego Velásquez.
El alcázar de Madrid, fue el aposento de un conde cuyo nombre se desconoce, y que luego de morir fue acondicionado como taller de trabajo para el gran pintor., allí había sólo dos habitaciones: una central, donde estaban todos reunidos y que poseía grandes ventanales que daban al lugar una gran luminosidad, y otra, donde solía estar el joven ayudante preparando pigmentos para futuras intervenciones de Velásquez. El lugar era acogedor, un lugar donde, desde sus paredes, colgaban todo tipo de obras de artes, un lugar al cual la gente amaba. Cuando estaban todos reunidos en la sala principal, de tonos verdosos gracias a la luz que provenía de los jardines del Prado, se respiraba un aire de calma, armonía y paz. Esa sensación era percibida por todos; hasta el mismísimo Picasso, que en los años venideros captó con su pincel aquella escena y que hoy se puede visitar en el museo de Barcelona y que por en entonces era conocía como Cataluña.

Entre lo más llamativo de la sala principal, era el espejo colgado en el medio de la habitación: Mientras Velásquez pintaba y las meninas jugaban con la infanta, se reflejaba en el espejo, una pareja sutilmente romántica y asombrada de lo que el pintor había pintado.

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martes, septiembre 19, 2006

Elefante

Elefante.

El viento soplaba en sus caras, eso era un buen indicio. Sabían que así, el elefante de grandes colmillos no podría olerlos. Se apresuraron y redoblaron la marcha. Eran sólo cuatro, el cazador inglés con su boer, y los dos empresarios franceses adinerados que habían pagado una buena cifra para realizar ese safari. El rumbo que seguían era hacia el río, se sabía que el macho seguía el camino del agua, los elefantes al igual que los camellos podían olerla desde una distancia de hasta cincuenta kilómetros. El viejo boer luego de tratar de hacerse entender y aportar sus conocimientos, aconsejó acortar camino vadeando el Mozambique y así encontrarse con el elefante justo antes de que llegue a las costas del río para beber. Llegaron antes de que cayese la tarde, el cielo se tornaba cada vez más gris, hacía tres meses que no llovía y era de prever que en cualquier momento sucedería. Se acomodaron detrás de un baobab confiando en la mala visión del elefante y esperaron. La majestuosa bestia se balanceaba como una mujer meciendo a su bebé, con sus grandes orejas se ventilaba y con sus grandes patas se acercaba cada vez más. La tensión subía, la adrenalina comenzaba a hacer efecto. Todos se quedaron quietos, sabían que el más mínimo movimiento espantaría al elefante, o lo que sería peor, los atacaría. Un elefante agresivo era muy peligroso y ellos se encontraban a una distancia demasiado corta para la velocidad del gran macho.
La víctima era un viejo macho de un peso considerablemente grande, y unos colmillos de aproximadamente dos metros de longitud. El boer lo había apodado el tuerto, por que tenía una gran herida sobre su ojo derecho, seguramente de batallas libradas con otros patriarcas. El cazador ingles hizo chasquir el casquillo de su escopeta, pero eso dio aviso al macho, que giró rápidamente y desplegó sus orejas de forma amenazante y comenzó a embestir. Ese era el momento, sabían que era un disparo frontal, un único disparo, de fallar corrían un gran peligro. El disparo fue completamente limpio. El elefante trató de embestir nuevamente cuando la bala entró en la sien. Se escuchó el impacto del proyectil rompiendo el hueso del animal. Se desplomó primero con sus patas delanteras, y apoyándose con sus marfiles amarillentos, quedó tumbado. Comenzó a llover y el cazador corrió rápidamente hacia su presa, disfrutando de la sensación de victoria, de dominio ante todo, del valor de esos colmillos de al menos setecientos kilos, del merecido descanso después de una jornada de trabajo.